Hace poco más de doce años atrás yo vivía en otro país. Mi
país. Mi lugar en el mundo. Mi casa. Mi tierra, mi raíz.
Nací y me crié en medio de una familia cuyo padre laburaba
(curraba, trabajaba) en la mítica y poderosa SEGBA (Servicios Eléctricos del
Gran Buenos Aires). Su entrega y responsabilidad en la CADE (Compañía Argentina
de Electricidad) lo llevaron a tener un buen lugar en la nueva empresa estatal.
Pensaba siempre, bien o mal, en nosotros. En que su esposa pudiese ser “ama de
casa” y en que su hijo creciera con el
objetivo de ser una persona honrada y con “estudios” para que en el futuro no
tuviese la necesidad de deslomarse como lo estaba haciendo él. Ya, en las
épocas de jubilación, tendrían tiempo con su mujer de disfrutar de una casita
en Mar del Plata. Mientras tanto el hijo ingeniero electrónico o militar de
carrera (¿se imaginan?), los visitarían con esposa y nietos para pasear por la
rambla.
El extraño entramado que se teje con nuestras vidas sin que
seamos responsables de ello, no le dejó siquiera intuir cómo puede cambiar todo.
De qué forma se trastoca lo que podemos llegar a pensar de nuestro futuro.
Y no lo digo por el cáncer repentino que lo dejó sin vida en
muy poco tiempo.
Mi viejo no pudo ni siquiera intuir que su amada empresa del
estado se volvería a privatizar en un futuro rompiendo con miles de empleos en
el entramado. Ni la visión estrambótica de algunos presidentes liberales
disfrazados con un manto de líderes revolucionarios. Ni las devaluaciones que
hicieron añicos sus años de esfuerzo económico. Lo que había ahorrado ahora ya
no le serviría para comprar ninguna casa en ningún lugar tranquilo. Ni siquiera
su preciada cooperativa Hogar Obrero existía, como sus ahorros en ella. Tampoco
imaginó que la UCR, de la que tenía tantas esperanzas, años más tarde serían
factores para que su hijo tuviese que ir a vivir a otro país.
Es difícil sentirse viejo y sin más futuro a los 40 años. Así
estaba yo hace un poco más de doce años. La desmoralización es muy fuerte. Los valores
se trastocan. Miraba al cielo y no sabía si era domingo o miércoles o festivo.
No me tenía que levantar temprano al otro día. No había trabajo que hacer. Se podía
seguir como profesional independiente pero los clientes no tenían dinero para
pagarlo. ¡Las empresas tenían todo en el corralito y el corralón! Trabajar como
empleado era imposible ya que nadie contrataba y para lo poco que había yo no
entraba en el “target”. Así aguanté hasta que no hubo más que vender y se acabaron
los ahorros.
Hasta que llegué a España. No tardé un mes en conseguir
trabajo. Volvía a respirar. Volvía a sentirme un hombre en el concepto humano
de la palabra. Volvía a sentirme útil. Reviví de alguna forma.
Y pasó el tiempo. Retomaba el crecimiento económico y el
ritmo social de pertenencia.
Pero desde hace un año, veo nuevamente la tormenta que se
acerca. Y esta vez a 12.000 kms desde donde ya la había visto por última vez.
Estas nubes me persiguen. Este es otro país, es otra realidad, diferente
sociedad. Pero el hambre de poder económico de unos pocos es exactamente el
mismo. Y los restos de sus bacanales siguen siendo exactamente los mismos
también: nosotros.
Precisamente, desde que tuve el accidente, la empresa en la
que trabajaba comenzó a sufrir el daño que está sufriendo la mayoría de la
sociedad española. Esa empresa que llegó a facturar varios millones de euros
anuales tuvo que echar a casi un 90% de los que trabajábamos. Dos de sus
contratos más importantes se cayeron.
Es muy probable que en este momento yo estuviese exactamente
en la misma situación que me acució hace 12 años.
Pero no. No estoy igual. Y no sé exactamente qué hubiese
pasado si no me hubiera ocurrido lo que me ocurrió. Me da un poco de miedo
pensarlo.
Recibo una pensión y servicios sociales que me permiten
vivir dignamente. No me estoy resignando. No estoy exponiendo que estoy feliz
con mi lesión. No la prefiero, ni la elegiría de ser una opción. Solamente la
acepto.
Pero aprendí mucho a relativizar. A desconfiar de ideas o
procesos políticos, más aún de líderes o gurúes ideológicos. No me da más
crédito la democracia que no sea participativa (que no es la de las dos sociedades
que yo conozco). Leo y escucho a mis amigos, ustedes, pero yo no voy a discutir
más de política. No nos sirve hacerlo. Dudo mucho de la eficacia social tal
cual está organizada. Creo que los objetivos no son solidarios y las
estructuras que se generan para dinamizar a éstos son inhumanas. Poco es lo que podemos decidir o elegir y mucho menos podemos controlarlo.
Sin embargo hay muchas cosas en las que ratifico mi
convicción. Creo en los ojos de Clau cuando me miran y cuando sueñan. Creo en
la voz y en el corazón de mis hijas cuando hablamos. Me llenan el corazón los
que se alegran al saber de mí. Recibo con
amor a los que vienen de alguna forma y creo en los que me reciben con los
mismos términos. Bailo con la risa de mis amigos y me abrazo muy fuerte con las
lágrimas mutuas. Es poco, pero es muchísimo.
Nota 1. Me gustaría decir que jamás voy a olvidar toda la
ayuda y el apoyo que me dieron tanto la familia (que no me conocía) como los
amigos gallegos. Ahí, en la verdadera Galicia.
Nota 2. No sé si esto que les conté tiene mucho que ver con
el objetivo del blog. Pero tenía muchas ganas de decirlo.